31 de octubre de 2009

CAPITULO 2

 Cogimos un par de cervezas, Melisa había traído vasos, por lo que teníamos un festín hasta como mínimo las tres, que sería cuando volviésemos.

  Era ya la una pasada cuando Melisa había encontrado una víctima para aquella noche. Pero Melisa siempre conseguía a alguien sino tenía a Manuel (o sea, siempre) con su cabello trigueño, sus ojos verdes y su simpatía.

 -Vamos a bailar Tis-me pidió Jotapé. Yo miré sus ojos castaños con el no en la boca. Pero Jotapé siempre había sido capaz de convencerme para casi todo. Jotapé era amigo mío, al igual que Mel, desde que llegué al orfanato nueve años atrás. Su nombre real era Juan Pablo, pero siempre lo había odiado, le recordaba a un cura, por lo que usa el nombre que sus padres utilizaban de cariño con él, que consiste en sus dos primeras letras: Jotapé.

  Jotapé ya estaba de pié tendiéndome una mano, que acepté. Me sacudí las hojas que se me habían pegado, y miré a Miguel, sentado al lado de donde yo estaba, y suspiré.

 -Anda, no te quedes allí-le dije tendiéndole la mano, que aceptó con rapidez. Su tacto era caliente y algo áspero. Sus ojos claros me miraron sonriendo.

 -Vamos a bailar.-dijo, y a bailar fuimos.

  Lo que se dice pista de baile, en un parque no había, pero sí se notaba donde la gente se amontonaba para bailar. Jotapé, Miguel y yo, cogidos de la mano, fuimos a una esquina algo apartada. Allí bailamos y bebimos de personas que se nos acercaban. Yo fui la primera en parar y sentarme, e inmediatamente se sentó Miguel también.

 -¿Te duele el pie?

 -¿Qué? –Respondí distraída- Ah, no, no, no es el pie, es que estoy cansada, ¿tú no?

 -No, no mucho la verdad. ¿Quieres volver al sitio donde estábamos? Allí se estaba más calmado.

 Yo le miré a él, y luego a Jotapé. Estaba bailando en un corro de lo que parecía un montón de tíos gais. Resoplé. Demonios, ni de loco venía con nosotros, pero de verdad estaba cansada.

 -Está bien-asentí-volvamos.

Miguel me dio la mano, y así fuimos hasta donde estábamos, y nos encontramos con que había allí un grupo.

 -Deben ser los nuevos amigos de Mel-dije.

 -No creo, Melisa se marchó por el otro lado, y no creo que volviese tan rápido-añadió socarrón.

 Llegamos hasta nuestro sitio, donde ahora había unos ocupas. Miguel y yo nos paramos delante de ellos. Había cuatro chicos y tres chicas. Ellos tenían ropa oscura, discreta, mientras ellas llevaban unos trajes con lentejuelas de colores chillantes, como el amarillo que llevaba una. 

 Coloqué una mano en mi cadera y carraspeé. Nadie me hizo caso. Lo hice otra vez, y ésta vez si me hicieron caso, pero me miraron todos de manera tan abrupta que clavé la vista en el suelo, y dije:

 -Estáis en nuestro sitio.

El grupo, por su parte, se empezó a carcajear delante de nuestras narices, pero no se movieron. Todavía mirando al suelo, repetí:

 -Estáis en nuestro sitio, ¿os podéis ir?

Silencio. Nadie se movió. A cada segundo que pasaba, yo me ponía más roja, pero me cabreaba también. Pero bueno, ¿no escuchaban o qué? ¡Son nuestros sitios! Me daban ganas de pegarle a cada uno un buen porrazo.

 -¿Estáis sordos o qué? –Dijo abruptamente Miguel –Es nuestro sitio, largo. Ya-añadió casi con un gruñido.

Uno del grupo se movió rápidamente hacia Miguel, y yo, como sincronizada con su movimiento, me puse entre él y Miguel. Mirando su camiseta negra dije:

 -Me alegra saber que ya os ibais, no vamos a hacer de ésta charla algo más, ¿no?-dije.

 -Si éste es vuestro sitio, ¿por qué no estabais en él?-dijo aquel chico, con una vez grave y profunda.

 -Sí, eso, ¿cuéntanos pequeñaja, donde estabais metidos?-se escuchó una voz femenina del fondo.

Vamos a ver, ¿de verdad os parece que una “pequeñaja” una chica de casi diecisiete años? De verdad, odio que me digan esa palabra, a una abuela se la paso, ¿pero a una fulana tirada en MÍ círculo? Jamás. Por lo que empujé al chico, alcé la mirada, y se la clavé a la chica que creo que habló.

 -Vuélveme a llamar pequeñaja y te arranco los sesos-le espeté. Sí, ya sé que fue algo brusco, pero es que me pone de los nervios.

 -Estábamos bailando, si tanto quieres saber de mí, pero no te preocupes, ya nos íbamos, así que saca tu enorme trasero de encima de mi bolso, furcia.

La chica se me quedó mirando petrificada, por lo que fui yo la que se movió. Cuando la iba a apartar ella simplemente se levantó, me miró horrorizada (me hizo preguntar si tenía algo en la cara…) y se apartó. Por mi parte cogí mi mochila, me la colgué y me di la vuelta.

 Los siete que estaban en el grupo estaban ahora formando un semicírculo mirándome. La chica del vestido amarillo chillón (la que me aplastó la mochila) me miraba extrañada, y después pasaba la vista al chico que estaba a su lado.

 Era divertido verlos así, chico chica chico chica, y mirándome así. Me reí y me dispuse a caminar hacia Miguel, que los miraba con cara de ¿qué?

 Pero un enorme cuerpo se interpuso en mi camino.

-¿Quién eres?-dijo, y por la voz deduje que era el tipo de antes.

 Alcé la vista y la clavé en sus ojos azules.

 -¿Y a ti qué te importa? Apártate. Vamos-añadí al ver que no se movía. Por su parte, el chico me miraba intensamente a los ojos, como queriendo averiguar mi vida. Su mirada era tan intensa que me hizo ruborizar pero no bajé la mirada. Lentamente, el chico se apartó.

 Llegué rápidamente a Miguel y nos fuimos corriendo por la carretera hacia el orfanato. Por primera vez desde que salía por las noches, que volvía sola con un chico etéreo, y aquel tío no me despertaba nada en particular, solo simpatía.

 Cuando llegamos al orfanato, Miguel consiguió abrir la puerta, y nos introducimos con cuidado y en silencio. Como buen caballero que era, me acompañó hasta la rampilla que las chicas usábamos para subir a nuestras respectivas habitaciones.

 -¿Podrás subir con el pie así? –me dijo.

 -Sí –le respondí en un susurro; no quería ser pillada, y menos con Miguel a solas.

 -Bueno, en ese caso, adiós –me respondió en el mismo tono. Algo me hizo girarme y mirarle.

 -Eeemm…gracias por acompañarme Migui-le dije sonriendo.

 -Fue un placer, en serio.- Y se inclinó para besarme. Claramente me aparté. No quería nada con él, pero no le quería hacer daño, asique me giré y comencé a subir la enredadera. Por el rabillo del ojo vi que Miguel se había quedado con una cara de susto. Su cara tenía un matiz infantil que me encantaba, y que derritió mi corazón. Suspiré.

 -No te sientas mal Migui, es que, bueno…-dejé la frase sin terminar. Miguel asintió.

 -Claro, lo entiendo-sentí su mirada en mi cuello cuando me llegaron sus últimas palabras: y te esperaré.

  Llegué a mi habitación tras mucho esfuerzo por el pie torcido. Se me estaba empezando a hinchar. Maldita sea. Pero lo ignoré, mañana me tenía que levantar temprano: los sábados por la mañana trabajaba.

 Mi cabeza apenas había rozado la almohada, y ya estaba dormida.

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