2 de febrero de 2010

CAPITULO 35

Hola, mis carriiiiños (:


Bueno, aqui os dejo mi ultimo regalitoo de cuuumple(: OS QUIERO. gracias por toooodo (:



  LEO entró con las manos en los bolsillos, y aunque me sonreía, por su mirada sabía que algo ocurría, pero no le preguntaría, al menos que él quisiese.

  Se acercó a mí, y sin sonidos, me besó.

 Mis manos se agarraron a su espalda cuadrada, acariciándola, metiéndose por debajo de su camiseta y tocar su musculoso cuerpo. Con la izquierda sobre su espalda, mi mano derecha subió hasta su pelo, parándose en más sitios, y una vez en su destino, agarré un mechón de pelo, y luego tiré de él, no con mucha fuerza, para después enterrar más la mano por su melena negra y satisfecha cuando un gemido gutural vino desde el fondo de su garganta.

  Los besos de Leo bajaron hasta mi cuello, y sentí como allí su lengua dejaba marca. Después subió hasta mi oreja, y la mordió, produciéndome una subida de temperatura y sintiendo cosas insospechadas.

  Quité la sabana, descubriendo mis piernas, y Leo se tumbó sobre mí. Apoyado por los codos, simplemente susurró con una voz grave y cargada de deseo:

  -Tisiana…

Gemí de placer cuando sus manos exploraban mi cuerpo, por donde antes nadie había pasado. Nos volvimos a besar, y esta vez fui yo quien introdujo la lengua en su boca, enrollándola con la de él, jugando, mordiendo sus labios, besando su cuello.

  Me quedé congelada cuando su mano empezó a subir por mi barriga tocando mi piel, inmediatamente, Leo paró.

  -No haremos nada que no quieras –susurró en mi oído- Tranquila Tis, todo está bien.

  Su mano cerró los botones que había abierto, y todo sin dejar de besarnos, entonces, como si me quisiese enseñar que estaba cerrada del todo, tiró de ella hacia abajo ligeramente.

  -Leo… -susurré cuando comenzó a bajar por mi cuello, con besos electrizantes que descargaban en mí puro placer, haciéndome moverme para su facilidad y gusto de ambos.

  En mi ombligo, paró y me miró. Con la luz del alba, sus ojos resaltaban sobre su piel ligeramente bronceada, pero pálida por la falta de sol.

  -Tisiana –dijo serio- casi te pierdo dos veces, y todo eso en menos de dos días, no… -vaciló- no quiero volver a pasar por eso nunca más.

  -Nunca más –sentencié con una mano sobre su pelo, media sonrisa en la cara, y seguramente desbordando amor por los ojos, como Leo.

  Con una amplia pero pícara sonrisa, Leo se movió rápidamente para alcanzar mi boca, y moverse a mi ritmo, jadeando cuando nos separábamos por tan solo un segundo, pero volviéndonos a juntar como si mañana fuese el día del  juicio final.

  Y entonces, sin previo aviso, Leo, que estaba todavía sobre mí, con una pierna suya en medio de las mías, una mano en mi nuca y otra sobre mi muslo, dijo algo que nunca antes alguien me había dicho con el  mismo significado.

  -Te quiero –mi corazón dejó de latir por unos instantes, para volver a latir como si fuese mi vida en ello.

   Sonreí, maravillada, y moviéndome para que estar sobre él, le dije a la cara, muy seria.

  -Yo también te quiero, Leo. Eres especial, no creo que nadie me haya hecho sentir esto, ni antes, ni ahora, ni en un futuro.

  -No –negó él- Tú eres especial… no sólo eso, eres única Tis. Ú-ni-ca –dijo marcando todas las sílabas.

  -Quiero hacerlo, Leo –dije tras otra sesión de besos.

 Leo me miró con los ojos muy abiertos y las cejas alzadas. Y en un tic-tac, estaba de nuevo sobre mí.

  -No sabes lo feliz que me hace escucharte decir eso, Tis –dijo- Pero antes… quiero que sepas que te quiero mucho, y que te quiero de verdad, que eso no va a cambiar nunca.

  -Yo también –dije desconcertada. ¿A qué venía eso? Pero pronto se me olvidó todo, porque de nuevo nos besamos como si un hombre perdido en un desierto encontrase un oasis, y allí se zambullese en el agua.

  Las manos de Leo me recorrieron todo el cuerpo, pero cuando volvió a posarse en mi cabeza, paró y se separó apoyándose en los codos.

  -Esto… yo nunca había hecho esto antes, Tis –dijo él de una manera tímida.

  -¿Ni si quiera con Pamela? –pregunté.

Leo negó con la cabeza.

  -Nop, ni siquiera con ella.

Sonreí.

  -Si te sirve de consuelo yo tampoco.

  Leo sonrió con la luz de la mañana, y me besó fuertemente en los labios. Sus manos dejaron de temblar, y con una insultante facilidad me quitó la camiseta mientras que yo todavía lidiaba con la suya.

  Leo me miró deseoso, y sin parar de hacerlo, se quitó la suya quitándome el aliento.

  ¡DIOS! ¡OH, DIOS MÍO! ¿Existía algún hombre más perfecto que él?

  -Creo que no estamos en igual condición –sonrió con picardía Leo mirando mi sujetador y su pecho desnudo, que ahora mis manos recorrían.

  Me apoyé en mis codos sin parar de mirarle, y cerrando los ojos cuando él se acercó a mí para besarme, mientras sus manos peleaban con el broche de mi sujetador.

  Y entonces tuve un presentimiento, los pelos de los brazos se me pusieron de punta, y me separé de Leo cuando éste ya había conseguido desabrochar mi sostén.

  -¿Leo? –dije, insegura.

  -¿Princesa? –dijo y me quedé congelada. En su forma de hablar, su voz grave… esa palabra me dejó en el sitio. Algo no encajaba, me sonaba tanto.

  -¿Tisiana? ¿Estás bien?

  -Shhh –le mandé callar- Alguien viene.

  -¿Qué? –desconcertado se terminó de separar justo cuando alguien bajaba por las escaleras.

  -¡Mierda! –susurró Leo, poniéndose la camiseta y colocándose el pelo e intentando cubrir las marcas que mis besos habían dejado por su cuello.

  Por mi parte, nunca había aprendido a abrocharme un sujetador con el puesto. Sino que lo abrochaba, y luego me lo ponía, ¿saben? Era condenadamente difícil abrochárselo con las manos en un ángulo de lo más difícil.

  Asomé mi cabeza por dentro de la camiseta en el momento exacto en que la reina cruzaba la puerta. Se quedó quieta, y tras mirarnos, alzó una ceja.

  -¿Debería volver luego? –dijo.

Miré a Leo, sintiendo mi cara hervir de la vergüenza. Estaba a unos cuantos pasos separado de mí, sin zapatos, despeinado y respirando entrecortadamente. Como yo.

  Intentando volver a la respiración normal, negué con la cabeza.

  -En absoluto, majestad –dije- Leo ya se iba.

Él asintió y se puso los zapatos.

  -¿Seguro? –dijo la reina, con un matiz burlón.

  -Sí. –Dijo Leo esta vez.

Se acercó a mí y me besó en la boca, produciendo que mi corazón latiese desenfrenadamente.

  -Me voy, Tis. Pero haznos un favor a todos, y péinate algo –me dijo al oído.

Cuando me miró a los ojos, estaba sonriendo, pero de pronto, su semblante se puso serio, e incluso parecía que iba a ponerse a llorar.

  -Te quiero, Tisiana. –Se dio la vuelta, dejándome con una cara interrogante. Cuando pasó frente a la reina se agachó cordialmente- Su majestad.

  -Leonardo –dijo ésta a modo de despedida.

Pasaron varios segundos desde que se fue Leo, que aproveché para sentarme y ponerme algo decente, antes de que la reina girase su cabeza hacia mí.

  -Tisiana –dijo- bonito nombre.

Incliné mi cabeza, insegura de qué responder.

  -Quiero pedirte disculpas por la escena de mi hijo, y por haberte traído hasta esta celda cuando aún estabas convaleciente.

  -Disculpas aceptadas, majestad –dije. No estaba muy segura de cómo contestarle a la reina, si era como las películas o no. Espero que sí.

  -Y quiero agradecer también el que hayas salvado mi vida.

  La miré, interrogante.

  -Sí, bueno, me empujaste fuera de vista de la luz negra, aunque luego tú hayas saltado hasta allí de una manera muy estúpida, déjame decirte.

  -No hay de qué, majestad –dije, ignorando su última observación.

 La reina miró hacia sus espaldas, y con un chasquido de los dedos, una puerta oscura –y deduzco que súper fuerte, de estas antibalas- apareció de la nada, fuera de las barras de metal.

  -Veo, que hablaste con el viejo Gabriel –dijo la reina, alzando la vista al techo.

  ¿Estaba evitando mi mirada?

  -Así es, majestad –vacilé en la última palabra… ¿había que decir siempre majestad al final? ¿O lo combinabas con alteza?

  -Puedo preguntar… -se mordió el labio- ¿Puedo preguntar de qué, Tisiana?

Abrí muchos los ojos, y los guié al suelo, mordiéndome el labio. Aunque por ahora la experiencia en el calabozo-mazmorra-enfermería no había sido del todo mala, no quería que la reina me tomase por idiota. Al fin y al cabo, lo que había dicho el Sr. Muñoz, por muy bonito y deseable que fuese, era imposible.

  Miré a la reina, que alzó una ceja esperando. Su sonrisa me dio confianza.

  -Estuvo contándome lo que me había perdido… me dijo quien me había visitado –le miré a los ojos- y sus reacciones ante mí.

 La reina suspiró profundamente y se sentó a mi lado.

  -Tus ojos son muy bonitos, Srta. Severino. Pero te van a traer muchos problemas, muchos más que una niña de…

  -Casi diecisiete –contesté automáticamente.

  -…Dieciséis años –la reina paró un segundo- puede aguantar. Mi hijo está asustado, porque él sabe que yo no tuve hijos antes que él, la ley lo prohíbe, así que la única opción es aquella que todo ser mágica estuvo esperando con un terrible horror: el Señor Oscuro vivió y tuvo familia, por lo que sus generaciones posteriores se vengarán.

  Ahogué un gemido. A saber con lo que iba a lidiar.

  -Pero mi hijo también está celoso.

  -¿Celoso? –Dije, atónita- ¿De qué va a estar celoso un príncipe?

  -Pues de eres mayor que él. Así que…

  -Soy la heredera del trono –mi mirada vagó por ahí. Me imaginé en un trono, con una corona…- ¡Ja! ¿Y qué más? Ni siquiera pertenezco a este mundo, hace tan sólo unas semanas que sé de él…

  -¿Semanas? –Me interrumpió la reina- ¿Cómo que semanas?

  -Bueno, hasta que en una fiesta, Leo me encontró y por mis ojos me obligó…convenció de que fuese a su internado.

  -¿Dónde te hospedabas antes? ¿Y tu familia?

  -No tengo –bajé la voz- Estaba en un orfanato, en Coruña.

  -¿Y llegaste allí…?

  -Hace nueve años, casi… creo –dije contando con los dedos.

  -¿Y cuándo es tu cumpleaños? –siguió la reina con su cuestionario.

  -El 17 de mayo.

La reina se puso tensa, pero no dijo nada.

  -Bueno, legalmente puedes ser reina a los dieciséis –dijo.

  No quise contestar nada por si las náuseas que sentía se convertían en vómito.

  -Tisiana, quiero confesarte algo –dijo la reina, de pronto. Me erguí, asustada.

  -¿Qué me quiere decir? –contesté.

  -Es algo que tan sólo yo, mi consejero Antón y el Consejo del Mundo Mágico saben.

  Tragué saliva… esto no me empezaba a gustar. Tenía un presentimiento. Uno muy malo.

  La reina se dejó caer sobre la pared y dijo:

  -¿Sabes lo que es la Vislumbración? –preguntó la reina.

Asentí, recordando el día en que Leo me enseñó el comienzo de la Primer Guerra.

  -Voy a remontar cuatro siglos atrás, cuando un hechicero que afirmaba haber sido aprendiz de un descendiente del Señor Oscuro, llegó a las puertas de Palacio.

  La reina cerró los ojos y me tendió una mano. Cuando se la di, su tacto suave me gustó, y me atreví a cogerla más… entonces me introduje en un remolino negro hacia el pasado.

 

  Era ya de madrugada cuando a los reyes de aquel momento fueron despertados por unos gritos provenientes del piso de abajo. La reina, de pelo sedoso y pelirrojo, se despertó asustada y agarrándose la barriga. Su marido le pidió que esperase allí, por el bien del hijo que estaban esperando, y corrió escaleras abajo.

  -¡Abran las puertas! –Ordenó el rey- ¿Quién se atreve a despertar a la reina, embarazada del futuro rey o reina? –Su majestad estaba furioso.

  -Un fiel servidor, señor –dijo un hombre delgaducho que entró tembloroso. Cayó de rodillas frente al rey.

  -Vengo a advertiros, señor, de algo poderoso que fue visto en las estrellas.

  -¿El qué? ¿Visto por quién?

  -Por un hechicero, señor, que fue aprendiz del nieto del mismísimo Señor Oscuro.

Alrededor del pobre hombre, todos rieron.

  -¿Un descendiente del Señor Oscuro? ¡Aquel hombre murió! ¡Cómo se atreve venir al palacio diciendo esa clase de blasfemias! ¿A caso quiere ser castigado? ¿Quiere ser azotado?

 El hombre en el suelo, negó con la cabeza pero encogido por el miedo.

  -¿Quién es aquel hombre, que dice ser aprendiz del Señor Oscuro?

  -Fue aprendiz del nieto, majestad. Y aquel hombre soy yo. Como también el hombre que vio todo, pero no lo encontró.

  -¿Y quién…? –comenzó el rey.

  -Eso no importa, alteza, escúcheme, por favor.

El rey respiró hondo. Total, ya estaba despierto. Hizo con la mano, un gesto para que siguiese.

  -Mi nombre es Andrew, hijo de Federic. Vengo de más allá de las montañas con un mensaje de los dioses.

  -¿Una profecía? –dijo el rey. Ahora le estaban escuchando todos atentamente.

  -Exacto, señor, una profecía. Una profecía que dicta algo de lo más horrible.

  -¿El qué?

  -Sangre. Lucha. Guerra. Destrucción. Muerte –El hombre se había puesto en pie, y tenía un aspecto tenebroso.

  -No me marees más, viejo. Dígame la profecía.

  -Como usted desee –el hombre respiró hondo, abrió los brazos y sus ojos –voluntariamente o no- se pusieron en blanco.

“Guerras frías,

Muerte en las calles,

Gritos de terror,

¿Es que no hay salvador?

Enfermedades mortales,

Pobreza por todas partes,

¿Es que no hay salvador?

Pero pronto, un hijo de sangre real nacerá,

Aquel será nuestro héroe,

Aquel luchará contra lo negro

Trayendo luz, trayendo harmonía

Pero para entonces, años, quizá siglos pasarán

Y todos con miedo pensarán,

¿Es que no hay salvador?”

El hombre, exhausto, se dejó caer. El mismo rey se encogió por las palabras que el hombre dijo. Caminó hasta él, le agarró por el pelo para obligarlo a que le mirase a los ojos.

  -¿Qué significa tu profecía, hechicero?

El hombre sonrió, haciendo una mueca horrorosa.

  -El Señor Oscuro será una realidad para todos, mi rey. Pueden pasar incluso siglos antes de que algo suceda, pero pasará… Vaya si pasará. Algo se cuece por las montañas, señor.

  El brujo miró por encima del rey y sonrió aún más, torvamente.

  -Incluso su hijo podría ser aquel héroe, pero no se alegre, porque lo más probable es que muera. Es más, diría que para ganar esta guerra, alguien de sangre real, un heredero, morirá.

  -¿Es otra profecía? –dijo el rey, asustado.

  -Puede ser.

  -¡CONTESTA! –gritó furioso el rey.

El hechicero le miró directamente a los ojos.

  -Dicho, y hecho.

El rey le soltó y se quedó mirando a la nada. Entonces, antes de que los guardias le cogiesen, el profético se esfumó.

  Lágrimas tragó el rey. Debía ser fuerte, por su pueblo, por su familia. Se levantó.

 Entonces, un grito desgarró la noche.

El rey se dio la vuelta como movido por un resorte, esperándose lo peor. A unos metros más adelante, escondida detrás de una columna, estaba su mujer, agarrándose su barriga, presionándola, para que el bebé que estaba dentro no saliese, no muriese, no fuese héroe.

  -¡NO! –Gritaba desconsoladamente la mujer- ¡Mi hijo no! –cayó de rodillas, sollozando como una niña.

  El rey corrió junto a su mujer, y la llenó de besos tiernos, probando el sabor de las lágrimas de su amada reina.

  -Tranquila, Érica, todo va a salir bien. Nuestro hijo no es, nuestro hijo no es –repetía el rey, mientras que hecha una ovilla, la reina decía:

  -Sólo podemos tener un hijo, José, sólo uno. ¿Por qué nosotros? –lloró.

El rey tomó una decisión. Se puso en pie, y dijo.

  -Todo lo que acaba de ocurrir será olvidado, pero tendremos que avisar a nuestros descendientes, pero sólo a ellos. Al pueblo, la profecía se le callará. Por el bien de todos, la profecía hay que callar.

  La palabra del rey, fue ley.





Muaaaaak.

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